Cuaderno 54
Shakespeare se despreocupó en vida de la edición de su obra a pesar de que tuvo el tiempo y el dinero para encargarla y supervisarla. Tal vez era tan feliz en su retiro que la idea de publicarlas no se le pasó por la cabeza, o tal vez nunca le interesó la fijación de sus textos más allá del momento efímero de la representación. ¿Quién sabe? Más datos para el misterio. Me gusta imaginarlo metido en un teatro ensayando de sol a sol. Buscando un rincón tranquilo donde meterse para escribir y reescribir en cuanto se cortaba el ensayo. Discutiendo con los actores pasajes que no quedaban suficientemente claros, añadiendo alguna aportación espontánea de un intérprete inspirado, tachando un fragmento innecesario, rehaciendo una escena que no terminaba de funcionar con el público… A lo mejor la publicación se le antojó aburrida al carecer de la adrenalina que conlleva la puesta en escena y la posterior confrontación con el público, y un día tras otro, tras volver a su Stratford natal, se le pasó la vida y la ocasión. Es de agradecer que otros tomaran esa decisión por él, incluso a pesar de las corrupciones del texto, los añadidos y cortes de los actores que siguieron representando sus obras después de que él se retirara, y las decisiones de los editores que aplicaron su propio criterio y gusto a la hora de decidir lo que se iba a imprimir. De no haberlo hecho no hubiéramos conocido al más genial dramaturgo de la historia del teatro.
Shakespeare se convierte para casi todos los que nos dedicamos al teatro en una especie de guía espiritual. A veces se muestra cercano y accesible, otras misterioso e inextricable, otras sublime, a ratos simple y vulgar, casi siempre luminoso pero con tendencia a crear agujeros negros que te pueden engullir y hacerte viajar hasta escupirte en otra galaxia que ni siquiera sabías que existiera. A veces, todo lo anterior, en una sola escena. Pasado el susto de verbalizar “voy a hacer un Shakespeare” es necesario centrarse fundamentalmente en la faceta que, más allá de todos los misterios que envuelven la vida y obra del dramaturgo, definieron, estoy seguro, su carrera profesional: el artesano de teatro. El genio nos sobrevuela pero el hombre de teatro mira con complicidad a los artesanos del siglo XXI. Y aquí seguimos prácticamente igual: ensayando, escribiendo, reescribiendo, probando, intentando producir, barriendo escenario, cargando, descargando, montando, desmontando, felices por el aplauso de anoche, estremecidos por el vértigo del posible fracaso de hoy y, sobre todo, asustados por la posibilidad de que no haya función mañana. Dándole mil vueltas a la puesta en escena. Al texto destinado a ser palabra viva y encarnada. Esa es para mí la finalidad del texto dramático. Esa es la cuestión que me mueve y me motiva. Pero como lo cortés no quita lo valiente agradezco este esfuerzo del equipo de la Compañía Nacional de Teatro Clásico para publicar mi adaptación en esta estupenda colección que deja constancia gráfica y escrita de los montajes de la Compañía. Una adaptación libre. No pensada ni mucho menos para que ocupe un lugar entre las numerosísimas traducciones al castellano de Hamlet. Una adaptación para nuestra puesta en escena.